Cuando los migrantes mueren en el mar, Martín Zamora los lleva a casa
ALGECIRAS, España — Nadie sabía su nombre cuando llegó a la orilla. Su cuerpo había flotado en el océano durante semanas, y luego permaneció gran parte del verano en un refrigerador de una morgue española donde no fue identificado.
Su caso forma parte de los miles de personas que se perdieron en el mar durante el año récord de ahogamientos de inmigrantes en España. Y podría haber terminado con los demás muertos no reclamados, en una tumba sin nombre, si Martín Zamora no hubiera descubierto que el cuerpo tenía un nombre, y una vida.
Era Achraf Ameer, de 27 años, un mecánico de Tánger. Llevaba semanas desaparecido cuando Zamora se puso en contacto con su familia por WhatsApp. Había encontrado el cuerpo de su hijo. Y podía trasladarlo a Marruecos, por una tarifa.
“Yo muchas veces pensando, tengo la sensación de que dentro de unos años en la historia, la gente del futuro —dentro de 30, 40, 50 años, no sé cuántos— nos verán un poco como monstruos”, dijo. “Nos van a ver como monstruos porque verán como dejamos a la gente morir así”.
Zamora, de 61 años y padre de siete hijos, es el propietario de Southern Funeral Assistance, una funeraria de Algeciras. Pero en esta ciudad portuaria donde las luces de Marruecos se ven al otro lado del Mediterráneo, él se ha convertido en algo más que eso. Zamora es el recolector de cadáveres de los que no llegan vivos a España.
Zamora, quien asegura que ha repatriado a más de 800 cuerpos en dos décadas, ha forjado un modelo de negocio muy peculiar. Lucha con los funcionarios municipales para que le entreguen los cuerpos y así poder embalsamarlos. Establece contactos con los contrabandistas para encontrar a las personas a las que pertenecen los restos. Para las familias que creían que sus seres queridos habían desaparecido, el trabajo de Zamora puede ofrecerles una especie de cierre luego de haber perdido toda esperanza.
Pero sus servicios tienen un valor elevado: cobra 3500 dólares o más por llevar un cuerpo a casa. Ninguna agencia española paga por lo que él hace, y los márgenes de beneficio del trabajo son bajos, dice. Así que lo deja en la zona gris, nada rara en ciudades fronterizas como esta, entre la voluntad de hacer el bien y la necesidad de ganarse la vida.
“Mi siguiente preocupación es encontrar el dinero”, dijo Zamora. “La familia no tiene nada”.
España es testigo de una devastadora procesión de migrantes que se ahogan en el mar.
Durante los primeros seis meses del año, 2087 personas murieron o desaparecieron tratando de llegar a las costas del país, incluyendo 341 mujeres y 91 niños, según Caminando Fronteras, una organización no gubernamental que hace un seguimiento de los fallecimientos. La Organización Internacional para las Migraciones, un organismo de Naciones Unidas que lleva un recuento más conservador, ha registrado más de 1300 muertes en lo que va de año.
Helena Maleno Garzón, quien preside Caminando Fronteras, dijo que la situación de España era especialmente peligrosa porque es el único país europeo con rutas de contrabando tanto en el Atlántico como en el Mediterráneo. “Entre ellas se encuentran algunas de las rutas más peligrosas que se están utilizando ahora”, dijo.
Decenas de embarcaciones han naufragado este año cerca de las Islas Canarias, un archipiélago español situado frente a África Occidental. En mayo, otros perecieron nadando en torno a la valla fronteriza que se adentra en el mar en Ceuta, enclave español en el norte de África rodeado por Marruecos.
Las embarcaciones de migrantes también se ven tentadas por atravesar el difícil tramo del Estrecho de Gibraltar, de solo 14 kilómetros de ancho en una sección, a pesar de las fuertes corrientes que hunden muchos navíos. Algunos se ahogan solo unas horas después de salir de África, y sus cuerpos llegan a las playas de la región sur de España, Andalucía.
Los medios de comunicación españoles a veces publican historias sobre los cadáveres más recientes. Y, cuando los titulares desaparecen, comienza el trabajo de Zamora.
El mundo en el que vivimos
El cuerpo es un misterio. La ropa suele ser la única pista.
“Con la cara no lo van a reconocer”, dijo Zamora. “En un momento un zapato, un jersey, una camisa… un familiar lo puede reconocer porque se lo ha regalado él”.
Su primera pista llegó en 1999, cuando halló una nota dentro de la ropa de un marroquí muerto. En ese entonces, el gobierno subcontrataba a las funerarias la tarea de enterrar los restos no reclamados en un campo junto al cementerio local.
Zamora estaba de guardia cuando ese cuerpo y otros 15 fueron descubiertos en las playas. Llevó los cadáveres a su morgue y descubrió la nota húmeda con un número de teléfono en España.
Llamó y un hombre al otro lado de la línea le dijo que no sabía nada. Pero unos días después, recuerda Zamora, el mismo hombre le llamó y admitió que era el cuñado del joven que se había ahogado.
“Le decía: ‘Yo te hago una oferta: te voy a cobrar la mitad para repatriar el cuerpo, pero tú me tienes que ayudar a buscar al resto de los familiares’”, dijo Zamora.
El hombre accedió a guiarlo hasta la región del sureste de Marruecos donde había vivido su cuñado. Zamora se ocupó primero del cuerpo del joven, lo embalsamó y lo envió a Marruecos. Luego obtuvo el permiso de un juez local para llevar la ropa de los otros migrantes muertos a Marruecos.
Zamora y el familiar fueron de pueblo en pueblo, llevando un gran perchero en el que colgaban las ropas de los migrantes muertos, junto con anillos y otros efectos personales, que llevaban a los mercados donde sabían que iría la gente.
Al cabo de dos semanas habían identificado a los 15 familiares restantes y repatriaron todos los cuerpos.
Zamora se dio cuenta de que tenía una solución para lo que se consideraba una causa perdida en España. Sin embargo, repatriar los cuerpos cuesta miles de euros. Y las familias con las que se reunía tenían mucho menos que él.
“Porque cuando tú has localizado a esa familia, te coge el padre, la madre y te llevan donde viven, que viven en cuatro latas puestas en una montaña perdida con dos cabritas y una gallina. Y te dicen que quieren a su hijo”, dijo. “¿Qué haces? ¿Mirar el negocio o mirar la parte sentimental?”.
Mohammed El Mkaddem, imán de la mezquita de Algeciras que hace colectas para las familias de los fallecidos, dijo que entiende las limitaciones de Zamora. “La verdad es que ellos tienen una funeraria, que es una empresa”, dijo el imán. “Pero están haciendo lo que pueden hacer. La verdad, estamos agradecidos”.
José Manuel Castillo, director de la morgue municipal de Algeciras, dijo que Zamora llena un vacío dejado por las autoridades. “Alguien tiene que preocuparse del papeleo y repatriación de los cadáveres, y si es Martín Zamora, pues, estupendo”, dijo.
Incluso en el calor del sur de España, Zamora usa corbata y mocasines, y parece más un abogado que un enterrador. En una tarde reciente, estaba trabajando en un cuerpo con su hijo Martín, de 17 años.
“Lo encontraron con su ropa de trabajo”, dijo Martín hijo sobre el cadáver. “Quizá fue directamente del trabajo al barco”.
El chico se alejó un momento y Zamora empezó a hablar, casi para sí mismo. Su hijo tenía 15 años la primera vez que trabajaron juntos, después de que una embarcación con 40 personas se volcó frente a la costa de Barbate, al norte de Algeciras, dejando 22 muertos.
Temía que su hijo tuviera pesadillas, pero Martín quería trabajar, dijo.
“Ningún padre quiere que su hijo vea estas cosas”, dijo Zamora. “Pero este es el mundo en el que vivimos”.
Un mecánico de Tánger
Justo antes del verano, Zamora cuenta que recibió un mensaje de WhatsApp de un hombre que se identificó como Yusef y dijo que trabajaba en una mezquita en la ciudad de La Línea, al otro lado de la frontera del Peñón de Gibraltar.
“Los dos chicos, no sabemos si están vivos, si están muertos, seguramente están muertos”, comenzaba el mensaje de voz. “Las familias de ellos fueron a todos los sitios, y dije que iba a preguntar a un amigo que sabe algo de esto”.
El siguiente mensaje contenía una foto de tres hombres en una balsa con chalecos salvavidas caseros, tomada momentos antes de salir de Marruecos. Uno de ellos era Achraf Ameer, el mecánico analfabeta de Tánger.
Con eso, Zamora se puso en contacto con las autoridades locales, que tenían un cadáver en la morgue. Le dieron a Zamora fotografías de la ropa del hombre, y Zamora —con la ayuda de Yusef— localizó a la hermana de Ameer en Tánger y le mostró una foto de la ropa. En la actualidad, Zamora ya casi no viaja a Marruecos porque logra hacer las identificaciones desde España.
“La pintura de su ropa era la pintura que lleva en su ropa de trabajo”, dijo la hermana, Soukaina Ameer, de 28 años, en una entrevista telefónica desde Tánger.
Dijo que su hermano ya había intentado cruzar a España, pero fue deportado. Esta vez no se lo dijo a nadie, pero hizo algunos comentarios crípticos cuando la familia empezó a hacer planes para mudarse a un nuevo hogar.
“Siempre nos decía: ‘No voy a vivir con ustedes en la casa nueva’”, recordó Ameer.
Se fue el 13 de abril, dijo, y su barco probablemente se hundió esa misma noche. Su cuerpo flotó en el mar durante gran parte de abril antes de llegar a la orilla a finales de mes. Durante el resto de la primavera y parte del verano, estuvo en un depósito de cadáveres, donde se deterioró por no estar congelado
Y así, en un día sofocante, Zamora cargó el cuerpo de Ameer en su carroza fúnebre y, con su hijo, condujo entre pinos y campos de girasoles. El cuerpo estaba envuelto en mantas de la Cruz Roja, que fue el organismo que lo encontró. En una pierna llevaba una etiqueta de hospital. En la funeraria, Zamora y su hijo llegaron vestidos con trajes de protección y empezaron a embalsamarlo.
Diez bombeos de una larga aguja en el hombro de Ameer. Otros diez en el pecho. Después de una hora, Zamora envolvió el cuerpo en un sudario que cubrió con un manto verde y lo roció con flores secas, recreando un rito musulmán que un imán le enseñó. Luego cerró la tapa del ataúd y él y su hijo se quitaron los trajes de protección. Ambos sudaban profusamente.
Sin embargo, aún no se acababa el trabajo. En la sala contigua había pilas de expedientes de casos, eran personas que Zamora seguía intentando localizar porque sus familiares lo contactaron. Había un argelino nacido en 1986. Había dos marroquíes que se habían perdido en el mar; y un hombre sirio, que había tenido una esposa y vivía en Alepo.
De repente, sonó una llamada desde la otra habitación y, con ella, quizá llegaría otra pista.
“Martín, pásame el teléfono”, le dijo Zamora a su hijo, mientras se quitaba los guantes.
Aida Alami colaboró en este reportaje desde Rabat, Marruecos, y José Bautista desde Madrid.