La renuncia de Jacinda Ardern es personal. Y también política
Cuando Jacinda Ardern anunció la semana pasada que dejará el cargo de primera ministra de Nueva Zelanda, su decisión tomó al mundo por sorpresa. Ardern afirmó que dirigir un país era “el trabajo más privilegiado que alguien pueda tener”, pero dijo que renunciará al cargo en febrero.
Fue sorprendente ver a una líder renunciar de manera voluntaria al poder en un momento en que los autócratas del mundo —e incluso algunos presidentes electos— se aferran con fiereza a sus cargos.
El brasileño Jair Bolsonaro, por ejemplo, impugnó los resultados de las elecciones que lo destituyeron hace poco y algunos de sus partidarios irrumpieron en el Congreso del país en una aparente imitación del intento de insurrección de Estados Unidos en 2021.
Ardern planteó su dimisión como una decisión personal basada en que ya no tiene “suficiente en el tanque” para cumplir con las responsabilidades de ser primera ministra. Algunos de sus seguidores también han elogiado su decisión por encarnar los ideales democráticos de los que hablaba con pasión.
Pero lo que separa a los líderes que dimiten de los que no lo hacen no suele depender tanto de su ideología o su vida personal como de la simple naturaleza de su sistema político.
En sistemas parlamentarios como el neozelandés, la normativa es que los líderes renuncien al cargo cuando se considera que hacerlo redundará en beneficio de las perspectivas electorales de su partido. A veces la dimisión es voluntaria y otras se produce en medio de una silenciosa presión interna de los miembros del partido. Usualmente es una combinación de ambas.
Aunque Ardern ha dicho que renuncia por motivos personales, su partido se enfrenta a sus peores resultados en años en las encuestas y a unas elecciones nacionales en octubre.
En los sistemas parlamentarios, los partidos suelen presionar a un líder a dimitir en circunstancias como esas, porque así pueden nombrar a un nuevo primer ministro de entre sus filas para recuperar votantes antes de las próximas elecciones.
En esas situaciones, al partido le interesa mantener el proceso en secreto, para no ventilar las divisiones internas ni proyectar debilidad política. Esto suele crear la apariencia de una salida elegante y voluntaria.
Angela Merkel, canciller de Alemania durante muchos años, dimitió por decisión propia en 2021, también varios meses antes de las elecciones nacionales en las que su partido se enfrentaba a unos números difíciles en las encuestas. La canciller planteó la decisión como suya, con el fin de preservar su estatura política y la unidad de su partido. Su partido orquestó con cuidado el traspaso de Merkel a un sucesor previamente designado. Sin embargo, el partido perdió el poder en las elecciones de ese año.
Y como generalmente en los sistemas parlamentarios cualquier maniobra de los partidos se lleva a cabo a puerta cerrada, es posible que los líderes no parecen aferrarse al poder incluso cuando luchan por hacerlo. Por ejemplo, Justin Trudeau, primer ministro de Canadá desde 2015, ha sobrevivido varias veces a las inquietudes dentro de su partido en medio de números bajos en las encuestas.
Sin embargo, las disputas internas del partido sobre el liderazgo a veces explotan de manera pública. En el Reino Unido, por ejemplo, siendo primer ministro, Boris Johnson, confrontó abiertamente a sus rivales dentro de su partido. Pero el Reino Unido opera de manera un poco diferente a la mayoría de los sistemas parlamentarios: sus partidos celebran elecciones primarias públicas de liderazgo abiertas a sus miembros. Y la política intrapartidaria del país se ha vuelto especialmente tensa en medio del tumulto del brexit.
Pero en la mayoría de los sistemas parlamentarios, los primeros ministros, a diferencia de los presidentes, son elegidos por los legisladores de su partido. Por lo general, esos legisladores también tienen el poder de reemplazarlos a voluntad o al menos de provocar votaciones que podrían impulsar la salida del primer ministro. Por lo tanto, es muy probable que los traspasos de poder, incluso los caóticos, se produzcan de manera tranquila.
“La gran mayoría de las democracias estables del mundo actual son regímenes parlamentarios, donde el poder ejecutivo se genera mediante mayorías legislativas y cuya supervivencia depende de dichas mayorías”, escribió alguna vez Juan Linz, un conocido politólogo que murió en 2013.
Linz y otros han descubierto que las democracias presidenciales son excepcionalmente propensas a derrumbarse en golpes de Estado u otros actos de violencia. Los expertos han identificado varias razones para que eso suceda. Una de ellas es que estos sistemas están configurados de tal manera que la destitución de un líder sea mucho más difícil y haya mucho más en juego, al tiempo que disuade a los líderes de dimitir voluntariamente. La separación de los poderes legislativo y ejecutivo significa que un partido gobernante no puede limitarse a cambiar a un líder impopular por un sustituto, como ocurre en los sistemas parlamentarios.
En cambio, el partido debe usar la legislatura para destituir al presidente mediante un procedimiento público de destitución. Incluso en los casos inusuales en que esa maniobra es exitosa, tiende a abrir fisuras profundas y perjudiciales dentro del partido del presidente, así como a paralizar el gobierno, razón por la que los congresistas pocas veces recurren a esta medida.
Incluso cuando lo hacen, puede provocar una crisis constitucional o algo peor. Perú, por ejemplo, está sumido en el caos desde que su presidente disolvió el Congreso en diciembre para impedir que se celebrara una votación para iniciar un juicio político en su contra, lo que provocó la destitución del presidente y semanas de disturbios en todo el país.
Los presidentes también saben que dimitir o renunciar a presentarse a la reelección perjudicaría las posibilidades de que su partido mantenga el poder. Los aliados del partido en el poder legislativo también lo saben, lo que les da un poderoso incentivo para incluso exhortar a un presidente que consideran peligroso para el país a que permanezca en el cargo.
Estos desincentivos también aplican a los presidentes que pierden el poder en unas elecciones o en un juicio político.
Los esfuerzos de Donald Trump por mantenerse en el poder tras perder las elecciones presidenciales de 2020 en Estados Unidos pueden haber sido impactantes y nunca antes vistos en el país, pero estaban muy a tono con el tipo de crisis que se producen en los sistemas presidenciales de todo el mundo.
Sin embargo, los elementos disuasorios para dimitir en una democracia presidencial palidecen en comparación con los de una autocracia, en particular en una en la que el poder se concentra en torno a un líder único.
No se trata solo de que las autocracias otorguen a sus líderes supremos un nivel de poder que hace que a menudo no estén dispuestos a dimitir, al tiempo que les faculta para eliminar cualquier amenaza a su gobierno.
Las transiciones de poder son momentos inciertos en cualquier sistema autoritario, que invitan a los abusos de poder y a las luchas burocráticas internas. Esto hace que todos los interesados en la supervivencia del sistema tengan razones para mantener al líder en el poder, aunque lo consideren autoritario o corrupto.
Las autocracias construidas alrededor de un centro de poder institucionalizado —un gran partido gobernante, por ejemplo, o una monarquía familiar o una dictadura militar— suelen ser más aptas para forzar y sobrevivir a una transición de liderazgo.
El poder de esos líderes, después de todo, deriva de la institución que los ascendió, que también los somete a ella. Y esas instituciones suelen tener la capacidad de instalar un remplazo.
Los Estados comunistas como la Unión Soviética, Vietnam y China, por ejemplo, duraron más que la mayoría de las otras dictaduras en parte gracias a la capacidad de su partido gobernante de gestionar las transferencias de poder que podrían haber acabado con otros sistemas.
Esto hace que los líderes de estos países se sientan más inclinados a dimitir de manera voluntaria, sabiendo que su sistema tiene buenas posibilidades de sobrevivir y de protegerlos en el retiro. Por ejemplo, el último líder de China dimitió por decisión propia en 2013 e incluso ayudó a traspasar el poder a su sustituto, Xi Jinping.
Pero Xi ha conducido a China hacia un tipo de autocracia en la que los cambios de liderazgo suelen ser peligrosos y los retiros voluntarios poco frecuentes: lo que los estudiosos llaman un sistema “personalista”, construido en torno a un único líder, coloquialmente conocido como el gobierno del hombre fuerte.
Otros ejemplos son la Rusia de Vladimir Putin, la Turquía de Recep Tayyip Erdogan y la Venezuela de Nicolás Maduro.
Estos líderes tienden a convertirse en una especie de piedra angular en el centro del sistema político, que lo mantiene todo unido. También tienen la costumbre de derrotar a posibles rivales, con lo que su gobierno queda por defecto con menos capacidad para echarlos o para encumbrar a un sustituto viable.
Esto hace que renunciar sea extremadamente peligroso, incluso cuando ese líder quiera hacerlo. Desde el final de la Guerra Fría, dos de cada tres dictaduras personalistas se han derrumbado por completo tras la salida del cargo de su líder, según una investigación de la politóloga Erica Frantz.
En consecuencia, los dictadores que renuncian voluntariamente a menudo terminan encarcelados muy pronto o incluso son asesinados en medio del caos que rodea al colapso de su gobierno. Muy pocos lo hacen, por lo que esperan hasta morir en el poder.
Por lo tanto, aunque Ardern puede renunciar sin tener que preocuparse por nada más grave que las perspectivas electorales de su partido, los centros de poder en un país como Rusia siguen prácticamente atados a un líder que ha sumido a la nación en un desastre, como la guerra de Ucrania.
Es un recordatorio de que, si bien los dictadores del mundo han presentado sus sistemas como baluartes de estabilidad en contraste con las democracias difíciles de controlar, podría decirse que la estabilidad es una de las mayores ventajas de la democracia.
Max Fisher es reportero y columnista internacional que reside en Nueva York. Ha reporteado desde los cinco continentes sobre conflictos, diplomacia, cambio social y otros temas. Escribe The Interpreter, una columna que explora las ideas y el contexto detrás de los principales eventos mundiales. @Max_Fisher • Facebook