Nicaragua no era un país de emigrantes. Ahora la historia es distinta
MANAGUA — Dos veces por semana, en una gasolinera de la periferia al oeste de la capital de Nicaragua, se reúnen algunos residentes con señales que revelan que van a viajar: mochilas cargadas, ropa y artículos de tocador metidos en bolsas de plástico y chaquetas pesadas en preparación para un recorrido frío lejos del calor sofocante.
Enfermeras, médicos, estudiantes, niños, campesinos y muchos otros nicaragüenses se despiden con lágrimas en los ojos mientras esperan autobuses chárter privados para la primera etapa de un viaje de 2900 kilómetros. Destino final: Estados Unidos.
Durante generaciones, Nicaragua, el segundo país más pobre del hemisferio occidental después de Haití, solo vio emigrar a cuentagotas a sus habitantes hacia el norte. Pero la inflación galopante, los salarios cada vez más bajos y la erosión de la democracia en un gobierno cada vez más autoritario han cambiado drásticamente el cálculo.
Ahora, por primera vez en la historia de Nicaragua, el pequeño país de 6,5 millones de habitantes es uno de los principales contribuyentes a la masa de personas rumbo a la frontera sur de Estados Unidos, desplazadas por la violencia, la represión y la pobreza.
Aunque la atención se ha centrado este año en el número récord de venezolanos y cubanos que llegan a Estados Unidos, este aumento de nicaragüenses, menos notorio pero notable, también contribuye en gran medida a la crisis migratoria, al enviar dinero a sus familias y, sin darse cuenta, proporcionar un salvavidas económico a un gobierno sometido a sanciones por parte de Estados Unidos.
Más de 180.000 nicaragüenses cruzaron a Estados Unidos este año hasta finales de noviembre, unas 60 veces más que los que entraron durante el mismo periodo dos años antes, según datos de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos.
Tatiana González Chacón, panadera de 23 años, abandonó el mes pasado la región de Bluefields, en el este de Nicaragua, con destino a Phoenix, porque su padre, líder de un partido de la oposición que vio revocados sus estatutos, fue acusado de terrorismo y tuvo que huir a Costa Rica.
Nicaragua solía ser “un país envidiable, donde muchas personas querían venir”, dijo. “Ahora, sus mismas personas quieren salir de ahí. Cuando pasas ese río, respiras un aire diferente”, dijo, refiriéndose al cruce a Estados Unidos.
A principios de este mes, en una parada de autobús de Managua, la capital, una madre de tres hijos que pidió no ser identificada empezaba la travesía. El viaje le costó 2000 dólares, y todavía estaba en deuda con un contrabandista por un intento fallido anterior de llegar a Estados Unidos. Cuatro hermanos, que heredaron recientemente una granja para la que los precios de las semillas y los fertilizantes se han cuadruplicado, también se embarcaron en autobuses rumbo al norte.
Este año, por primera vez, el número de detenciones de inmigrantes indocumentados a lo largo de la frontera sur de Estados Unidos superó los dos millones en un solo año.
El gobierno de Joe Biden espera que las llegadas se disparen aún más si la Corte Suprema de EE. UU. decide levantar una medida de salud pública conocida como Título 42 que permite devolver a los migrantes que llegan a la frontera. (Los nicaragüenses han estado en gran medida exentos del Título 42, porque el país no permite vuelos de deportación y México se ha negado a aceptarlos).
Solo el mes pasado, más de 34.000 nicaragüenses se entregaron a las autoridades de inmigración estadounidenses; hace cinco años, la cifra para todo el año era de poco más de 1000.
Durante la guerra civil de los años ochenta, unos 200.000 nicaragüenses abandonaron el país en toda la década.
Otro flujo significativo de nicaragüenses también ha cruzado a Costa Rica y, combinado con los que se dirigen al norte, ha provocado que alrededor del 10 por ciento de la población de Nicaragua haya abandonado el país en los últimos cuatro años, lo que subraya la falta de fe generalizada en el gobierno del presidente Daniel Ortega.
Durante décadas, los inmigrantes procedentes de México, El Salvador, Guatemala y Honduras fueron los grupos dominantes que llegaban a la frontera estadounidense. Los líderes del gobierno de Nicaragua a menudo se jactaban de que sin las poderosas pandillas que aterrorizaban a los países vecinos, los nicaragüenses se sentían relativamente seguros y no necesitaban huir.
La dinámica comenzó a cambiar en 2018. Ortega, un exrevolucionario de izquierda que dirigió al país durante su guerra civil en la década de 1980, volvió a la presidencia en 2006 después de que se hicieran cambios en la Constitución para permitir que los candidatos ganaran sin una mayoría absoluta de votos.
Desde entonces, ha sido reelegido tres veces, incluido el año pasado, en una votación que gran parte de la comunidad internacional y muchos grupos de derechos humanos consideraron una farsa debido a las medidas antidemocráticas adoptadas por Ortega y su esposa, Rosario Murillo, quien es su vicepresidenta.
La pareja gobernante ha realizado cambios institucionales y ha llegado a acuerdos con opositores que les han permitido controlar la Corte Suprema, el Consejo Supremo Electoral y la Asamblea Nacional. Han comprado canales de televisión y los han hecho más afines al gobierno, al tiempo que han sacado del aire a sus críticos.
En 2018, estallaron protestas por los cambios en las normas de la seguridad social que habrían obligado a los trabajadores a pagar más y a los jubilados a recibir menos. Pero las manifestaciones se expandieron a levantamientos masivos contra el gobierno en todo el país que duraron meses y llevaron a varios cientos de muertes.
La respuesta del gobierno fue brutal. Furioso por los bloqueos de carreteras que los manifestantes habían levantado por toda Nicaragua, el gobierno encarceló a líderes de la oposición y cerró partidos políticos y grupos de la sociedad civil. Muchos activistas políticos y periodistas huyeron.
El éxodo se hizo más lento durante la pandemia, pero se reanudó de nuevo el año pasado después de que Ortega intensificara su represión, cuando cerró institutos de investigación, clausuró organizaciones de derechos humanos y detuvo no solo a sus oponentes políticos, sino también a sus familias, bajo acusaciones falsas, entre ellas la de conspirar para dar un golpe de Estado.
Antes de las elecciones del año pasado, Ortega encarceló a siete candidatos presidenciales y prohibió la participación de varios partidos de la oposición. El presidente Biden denunció que las elecciones no habían sido “libres ni justas, y desde luego no democráticas”.
Una portavoz del gobierno nicaragüense no devolvió varios mensajes en busca de comentarios.
“Eliminás los medios de comunicación, eliminás los partidos políticos, eliminás las universidades. ¿Por qué crees que la gente se va?”, dijo Manuel Orozco, analista nicaragüense de Diálogo Interamericano, un instituto de investigación con sede en Washington.
Elvira Cuadra, socióloga nicaragüense, huyó a Costa Rica hace cuatro años, después de que el gobierno allanara su instituto de ciencias políticas y revocara su estatus legal.
“Realmente no son los migrantes económicos de siempre”, dijo. “Esto es desplazamiento forzado”.
Desde 2018, 154.000 nicaragüenses han solicitado asilo en Costa Rica, donde el gobierno anunció recientemente cambios en sus políticas para frenar su llegada. Los refugiados ahora deben solicitar asilo dentro del mes siguiente a su llegada al país, ya no recibirán un permiso de trabajo expedito y no podrán salir de Costa Rica mientras sus solicitudes estén pendientes.
Al ritmo actual, Costa Rica tardará 10 años en resolver todas las solicitudes de asilo, dijo Marlen Luna, directora general de la autoridad de migración de Costa Rica.
“Esta migración nicaragüense es histórica”, dijo. “El problema no tiene solución a corto plazo, no es una ola. No es moda. Esto es permanente”.
Muchos nicaragüenses también se marchan debido al aumento de las dificultades económicas bajo el mandato de Ortega.
Aunque las cifras del Fondo Monetario Internacional muestran que alrededor del 25 por ciento de los nicaragüenses viven en la pobreza, los analistas dicen que la cifra real es probablemente mucho mayor, ya que alrededor de dos tercios de la nación viven con alrededor de 120 dólares al mes.
“La única manera en que uno puede tener un trabajo en el cual puede ganar una cantidad no muy buena, pero más cómoda, es siendo partidario del gobierno”, dijo Víctor Hernández, de 29 años, quien dejó la ciudad de León en octubre y vive en Nashville haciendo trabajos esporádicos. “Hace cinco años compramos un terreno pequeño para construir una casa, y no he podido comprar ni el primer ladrillo”.
Hernández trabajó en Nicaragua como gerente de un restaurante antes de quedarse desempleado durante un año. Finalmente, encontró un nuevo trabajo en un restaurante, donde ganaba 250 dólares al mes, pero no era suficiente para mantener a sus dos hijos, a pesar de que su esposa también trabajaba. Decidió dejar atrás a su familia, con la esperanza de volver en unos años.
“La situación en Nicaragua es demasiado fea”, dijo Hernández.
El dinero que personas como Hernández envían a su país ayuda a sostener el gobierno de Ortega, que está sometido a sanciones de Estados Unidos contra personas y empresas relacionadas con el gobierno. Los nicaragüenses enviaron a casa 3000 millones de dólares en 2022, dijo Orozco, lo que hace que las remesas representen el 17 por ciento de los ingresos fiscales del país.
“Es una paradoja”, dijo Alberto Cortés, profesor en la Universidad de Costa Rica. “Tienen diferencias con el régimen, se van y ayudan a mantener el régimen. El gobierno está tranquilo con la salida de toda esta gente”.
En un discurso pronunciado en octubre, Ortega culpó al gobierno de Estados Unidos del aumento de la migración.
“Es el país que más sanciones ha aplicado y que, por lo tanto, mayor daño, mayor crisis, ha provocado también en el mundo, y luego están ahí quejándose” de los inmigrantes, dijo Ortega.
En toda Nicaragua, sin embargo, las críticas de Ortega a Estados Unidos significan poco, ya que la gente pierde la fe en que el sombrío panorama político y económico mejore pronto.
Hazel Martínez Hernández, de 21 años, y su hermano Julmer, de 19, vieron cómo su padre empezaba a parecer mucho mayor de sus 51 años mientras alquilaba una parcela de tierra para cultivar productos y trabajaba como guardia de seguridad. Querían algo mejor para ellos. La familia tardó meses en pedir prestados 8000 dólares para pagar a un contrabandista el viaje de los hermanos desde Santa Rosa, una ciudad fronteriza cercana a Honduras.
La familia tuvo que pagar otros 10.000 dólares de rescate cuando los hermanos fueron secuestrados en México.
Hernández, graduada universitaria, y su hermano, que fue agricultor, alquilan ahora un apartamento en California y no trabajan.
“Hemos visto que estas personas que se han ido han mandado dinero para construir sus casas, y algunos han vuelto y puesto negocios, o comprado tierra, y mejorado sus vidas”, dijo su hermana, Jahoska, cuya pareja se fue el año pasado y le envía dinero.
“Entonces ellos quieren hacer lo mismo”, agregó.
Alfonso Flores Bermúdez reportó desde Managua, Nicaragua, y Frances Robles, desde Miami, Florida.
Frances Robles, corresponsal en Florida, cubre también Puerto Rico y Centroamérica. Su investigación de un detective de homicidios de Brooklyn generó que se anularan más de una docena de condenas por asesinato y fue galardonada con un premio George Polk. @FrancesRobles • Facebook