¿Tierra improductiva? Estos activistas pueden ocuparla
ITABELA, Brasil — Llegaron poco antes de la medianoche, con machetes y azadones, martillos y segaderas, con planes de apoderarse de la tierra.
Cuando los 200 activistas y trabajadores agrícolas llegaron allí, el rancho estaba deshabitado, cubierto de maleza, y la sede de la finca estaba vacía, excepto por una vaca descarriada.
Ahora, tres meses después, es un pueblo bullicioso. En un domingo reciente, los niños andaban en bicicleta por los nuevos caminos de tierra, las mujeres labraban la tierra de los jardines y los hombres ponían lonas en los refugios. Unas 530 familias viven en el campamento de Itabela, un pueblo en el noreste de Brasil, y ya se juntaron para arar y sembrar en el campo frijoles, maíz y yuca.
Los hermanos que heredaron el rancho de casi 150 hectáreas quieren que los invasores se vayan. Los nuevos inquilinos dicen que no irán a ninguna parte.
“La ocupación es un proceso de lucha y confrontación”, dijo Alcione Manthay, de 38 años, el verdadero líder del campamento, quien creció en varios campamentos similares. “Y no puede haber un asentamiento si no hay ocupación”.
Cleonice Santos Jesus, a la derecha, y su hijo Dannillo Santos Jesus, a la izquierda, frente a su casa en un campamento en una finca ocupada en la zona rural de Itabela, Bahía.
Manthay y los otros inquilinos sin invitación son parte del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), quizás el movimiento inspirado en el marxismo más grande del mundo que opera dentro de una democracia y, después de 40 años de ocupaciones de tierras, a veces sangrientas, una importante fuerza política, social y cultural en Brasil.
El movimiento, liderado por activistas que se autodenominan militantes, organiza a cientos de miles de pobres de Brasil para ocupar las tierras deshabitadas que están en manos de los ricos, asentarse y cultivarlas, a menudo como grandes colectivos. Aseguran que están revirtiendo la profunda desigualdad alimentada por la distribución dispar de la tierra en Brasil a lo largo de su historia.
Aunque los izquierdistas comprenden la causa —las gorras rojas del movimiento que muestran a una pareja sosteniendo un machete en alto se han vuelto algo común en los bares hípsteres—, muchos brasileños la consideran comunista y criminal. Eso ha creado un dilema para el nuevo presidente de izquierda, Luiz Inácio Lula da Silva, un partidario del movimiento desde hace mucho tiempo que ahora está tratando mejorar las relaciones entre el Congreso y la poderosa industria agrícola.
En América Latina, otros movimientos inspirados en los principios del marxismo —trabajadores que se levantan en una lucha de clases contra el capitalismo— han tratado de abordar las desigualdades sistémicas, pero ninguno se ha acercado al tamaño, la ambición o la sofisticación del MST de Brasil.
Los organizadores del grupo e investigadores externos estiman que en este momento 460.000 familias viven en campamentos y asentamientos fundados por el movimiento, lo que sugiere una membresía informal cercana a los dos millones de personas, o casi el uno por ciento de la población de Brasil. Es, según algunas estimaciones, el movimiento social más grande de América Latina.
Bajo el mandato del expresidente de derecha de Brasil, Jair Bolsonaro, el movimiento perdió fuerza. En gran medida, las ocupaciones se detuvieron durante la pandemia y luego regresaron lentamente a pesar de la oposición de Bolsonaro y los agricultores, quienes se armaron más gracias a las políticas más permisivas del exmandatario respecto a las armas.
Pero ahora, envalentonados por la elección de Lula, un aliado político desde hace mucho tiempo, los seguidores del movimiento están aumentando sus expropiaciones de tierra.
“Elegimos a Lula, pero eso no es suficiente”, declaró João Pedro Stédile, cofundador del movimiento, en un mensaje transmitido a los miembros el domingo de Pascua, en el que anunció una ofensiva revolucionaria para ocupar nuevas tierras durante el “abril rojo”.
Ha habido 33 ocupaciones en menos de cuatro meses de la presidencia de Lula, incluyendo ocho en un fin de semana el mes pasado. Bajo el mandato de Bolsonaro, hubo alrededor de 15 ocupaciones al año, según estadísticas del gobierno. (Hace unas dos décadas, cuando la distribución de la tierra era aún menos equitativa, había cientos de invasiones al año).
Lula ha dicho poco sobre las nuevas invasiones, aunque dos de los ministros de su gabinete las han criticado.
Las nuevas ocupaciones han dado lugar a un contramovimiento llamado “Invasión Cero”. Miles de agricultores dicen no confiar en la protección del gobierno sobre sus tierras y se están organizando para enfrentar a los ocupantes ilegales y expulsarlos, aunque, hasta ahora, ha habido poca violencia.
“Nadie quiere pelear, pero nadie quiere perder su propiedad tampoco”, dijo Everaldo Santos, un ganadero de 72 años que dirige un sindicato local de agricultores y es dueño de un rancho de 404 hectáreas cerca del campamento de Itabela. “Lo compraste, usaste tu dinero, tienes los documentos, pagas los impuestos. Así que no dejas que la gente invada y ya”, sostuvo. “Defiendes lo que es tuyo”.
A pesar de las tácticas agresivas del Movimiento Trabajadores Rurales Sin Tierra, los tribunales y el gobierno de Brasil han reconocido la legalidad de miles de asentamientos bajo leyes que establecen que la tierra de cultivo debe ser productiva.
La proliferación de acuerdos legales ha convertido al MTS en un importante productor de alimentos, vendiendo cientos de miles de toneladas de leche, frijoles, café y otros productos básicos cada año, gran parte de ellos orgánicos después de que el movimiento empujara a los miembros a deshacerse de los pesticidas y fertilizantes hace años. El movimiento es ahora el mayor proveedor de arroz orgánico de América Latina, según un gran sindicato de productores de arroz.
Aún así, las encuestas de opinión han demostrado que muchos brasileños se oponen a las ocupaciones de tierras. Algunos de los miembros más militantes del movimiento han invadido fincas activas administradas por grandes agronegocios, destruido cosechas e incluso ocupado brevemente la finca familiar de un expresidente brasileño.
Sobre el terreno, el conflicto enfrenta a cientos de miles de trabajadores agrícolas empobrecidos y una red de activistas de izquierda contra familias ricas, grandes corporaciones y muchas pequeñas granjas familiares.
Los legisladores conservadores acusaron a Stédile, el coorganizador del movimiento, de incitar a la delincuencia con su llamado a nuevas ocupaciones y han abierto una investigación en el Congreso.
El día después de que Stédile llamara a las ocupaciones, se unió a Lula en una visita de Estado a China. (El gobierno llevó representantes de varios grandes productores de alimentos).
Lula ha tenido durante mucho tiempo vínculos estrechos con el MTS. En su primera gestión hace dos décadas, el primer presidente de clase trabajadora de Brasil lo apoyó. Más tarde, mientras estaba encarcelado por cargos de corrupción que luego fueron desestimados, los activistas del movimiento acamparon afuera de la cárcel durante los 580 días de su encarcelamiento.
La desigualdad sobre la propiedad de la tierra en Brasil tiene sus raíces en las políticas de distribución de tierras de la era colonial que consolidaron las propiedades en manos de poderosos hombres blancos.
El gobierno ha tratado de inclinar la balanza esencialmente confiscando tierras cultivables no utilizadas y dándoselas a las personas que las necesitan. El MTS ha tratado de forzar tales reasignaciones ocupando tierras improductivas.
Bernardo Mançano Fernandes, profesor de la Universidad Estatal de São Paulo que ha estudiado el movimiento durante décadas, dijo que el gobierno ha legalizado alrededor del 60 por ciento de las ocupaciones del MTS, una tasa que atribuyó al éxito de los organizadores en la identificación de tierras no utilizadas.
Los críticos dicen que el gobierno está alentando las invasiones al recompensar a los ocupantes ilegales con tierras, en lugar de obligarlos a seguir las reglas, como otros que deben pasar por canales burocráticos para solicitar la autorización de una propiedad. Los líderes del movimiento dicen que toman tierras porque el gobierno no actúa a menos que se le presione.
Eso es lo que la gente que acampa en Itabela desea.
Los residentes del campamento tuvieron distintos orígenes, pero todos compartían el mismo objetivo: su propia porción de tierra. Un hombre sin hogar llegó con sus pertenencias en una carretilla. Una pareja de mediana edad abandonó una choza en la finca donde trabajaba por la oportunidad de tener una propia. Y unos recién casados que ganaban el salario mínimo decidieron invadir porque pensaban que nunca podrían permitirse comprar un terreno.
“La ciudad no es buena para nosotros”, dijo Marclésio Teles, de 35 años, un recolector de café parado afuera de la choza que construyó para su familia de cinco, con su hija discapacitada en silla de ruedas a su lado. “Un lugar como este es un lugar de paz”.
Esa paz casi terminó hace unas semanas.
Los hermanos que heredaron la tierra de su padre en 2020 solicitaron con éxito a un juez local que ordenara el desmantelamiento del campamento. Argumentaron que la tierra era productiva y por lo tanto no debería ser entregada a los ocupantes. Los activistas del movimiento admitieron que todavía había algo de ganado en la tierra, que estaban tratando de mantener alejado de sus nuevos cultivos.
La policía fue a desalojar a los ocupantes, junto con decenas de granjeros enojados, y se encontraron con unos 60 residentes del campamento, algunos con herramientas agrícolas.
Sin embargo, en lugar de una pelea, los residentes resistieron cantando himnos del Movimiento de los Sin Tierra, dijo Manthay. La policía, preocupada por un enfrentamiento, detuvo el desalojo.
Desde entonces, los abogados del movimiento apelaron y pidieron un arreglo permanente en más 809 hectáreas de propiedad de los hermanos. Una agencia estatal ha dicho que el gobierno debería analizar los reclamos del movimiento. El caso aún está pendiente.
“Si nos sacan, volveremos a ocupar”, dijo Teles. “La lucha es constante”.
A unos 90 minutos sobre el mismo camino, se puede ver lo que podría ser el futuro: un asentamiento de unas 2023 hectáreas que fue declarado legal en 2016 después de seis años de ocupación. Las 227 familias que están allí tienen entre 8 y 10 hectáreas cada una, repartidas entre colinas onduladas de tierras de cultivo y ganado de pastoreo. Comparten tractores y arados, pero por lo demás cultivan su propia parcela. Juntos, producen aproximadamente dos toneladas de alimentos al mes.
Daniel Alves, de 54 años, solía trabajar en los campos de otra persona antes de comenzar a ocupar esta tierra en 2010. Ahora, tiene 27 cultivos diferentes en 8 hectáreas, donde destacan plátanos, granos de pimienta, pitahaya de color rosa brillante y la fruta amazónica copoazú, todos orgánicos. Vende los productos en las ferias locales.
Alves dijo que seguía siendo pobre —su choza estaba cubierta con lonas— pero que era feliz.
“Este movimiento saca a la gente de la miseria”, concluyó.
Su nieta, Esterfany Alves, de 11 años, lo siguió por la finca, acariciando a su burro y recogiendo fruta madura. Asiste a una escuela pública en el asentamiento administrada en parte por el movimiento, una de las aproximadamente 2000 escuelas del MTS en todo Brasil.
Las escuelas hacen que las protestas sean parte del plan de estudios y enseñan a los estudiantes sobre agricultura, derechos sobre la tierra y desigualdad.
En otras palabras, dijo Esterfany, la escuela le había enseñado “sobre la lucha”.
Flávia Milhorance y Lis Moriconi colaboraron con este reportaje desde Río de Janeiro.
Jack Nicas es el jefe de la corresponsalía en Brasil, que abarca Brasil, Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay. Anteriormente reportó de tecnología desde San Francisco y, antes de integrarse al Times en 2018, trabajó siete años en The Wall Street Journal. @jacknicas • Facebook